Las leyendas alrededor de las ruinas son ciertas, yo mismo lo viví en carne y hueso. Cuando me acercaba a esos cimientos ominosos, sentía como algo absorbía mi cuerpo y exhortaba a evaporarme en una horrible tenebrosidad. Mi mente se desvanecía al ínfimo contacto con aquella insólita esencia, y los rastros de mi humanidad quedaban inertes y hundidos en un vacío cegador.

Durante años he evitado las ruinas pedregosas de aquel cementerio, pues su maldad profana devora toda la vitalidad que yace a solo unos metros alrededor. La Muerte respira en sus terrenos y camina con pies descalzos y descarnados sobre las tumbas de los perdidos. Reza un conjuro vertido de huesos y piel podrida sobre un pozo seco donde fueron arrojadas las almas de los inocentes, y sus gritos de auxilio alimentan la faz de un plano existencial y agónico, donde todo aquel que caiga en aquellas garras mortíferas, recibirá el castigo irreversible por su insolente curiosidad.

Mi historia no trata sobre ese cubil funesto y malvado que existe a solo unos kilómetros de mi hogar, sino de su guardián; a quien los temerosos de su ferocidad y espantoso aspecto, le brindan el título de mascota de la Muerte, o su vasallo más fiel y mordaz. Aparece durante las noches de luna cuando su poder se incrementa y sus ojos carmesíes devoran la incipiente luz. Se va acercando hoyando las tierras inocentes con sus enormes patas alargadas y horrendas, desvaneciendo a los corazones frágiles con aullidos que laceran hasta ahogarnos en llanto y desesperación. Rompe con sus garras para abrirse camino a las casas de los vecinos que desprecian su presencia con miedo, quienes intentan retrasar lo inevitable con armas insulsas para el cazador.

El vacío espera a todo aquel que se deje atrapar por la maldad, nadie quiere pertenecer a ese pozo maldito y moribundo donde permanecer allí es suficiente castigo, y soñamos con tierras blancas y enfáticas donde no existe el alarido del Aullador. Él se llevó a mi hijo: ¡Ay mi pobre, pobre niño! Su nombre era Mauricio, solo tenía ocho años; una criatura cándida sin ningún rastro de maldad en su corazón. A la bestia solo le bastó la extensión de una de sus garras para arrebatarle la vida, luego se llevó su cuerpo y lo arrojó a esa cárcel profana.

Nunca olvidaré ese día; el instante, el lugar, la hora, incluso los haces de luz que atravesaron la abertura del establo donde la criatura me despojó de mi niño. El miedo se transformó en dolor, luego en odio de venganza, pero frágil, pasando a convertirse en una inmensa montaña de desesperanza. Somos mortales débiles ante circunstancias insuperables. Pero, ¿quién es este ser que obedece a la Muerte ofreciéndole la vida de inocentes?

Se dice que fue un caballero del Rey, que al no conseguir lo que quería en esta vida, renunció a todo lo que amaba y por lo que había luchado, para alejarse a los cofines déspotas de la corrupción. Allí, en un póstumo final, bebió de la sangre de un pacto, donde las fuerzas del mal lo despojaron de su humanidad reemplazándola por la naturaleza entera de un monstruo. Una abominación depredadora y veloz, que paga con la sangre de inocentes su actual forma. Conozco su historia, ha sido evocada por la boca de nuestros ancestros por años. Hemos tratado de eludirlo en incontables ocasiones y, aun así, vuelve más fuerte y sanguinario que nunca.

Se acerca la luna llena. Se aproxima el vacío y toda su maldad. La ausencia de esperanza comienza a ser más fuerte en el aire. El cielo y su esplendor desaparecen; son reemplazados por la bruma negra. El aire es denso y el suelo tiembla con miedo. La oscuridad es intensa y se lo traga todo, escupiendo los retazos de un final atroz. Las puertas y ventanas están cerradas y las chimeneas se encienden a todo su potencial, pero eso no logra repeler el frío que trae aquella inteligente perversidad.

Rezo al borde de mi cama y espero. Un arma reposa a mi lado mientras armonizo mis plegarias en paz. Mis recuerdos me invaden; reproducen el instante en que perdí a mi hijo cruelmente. Todo ese odio vuelve a mi corazón: despierta como una bestia salvaje e indomable y se apodera de mi cuerpo. Después de hacer la seña de la cruz, me levanto temeroso y ansioso por la sed de sangre abominable. Puedo oír los pasos pesados por las veredas del pueblo, magullando el suelo, olfateando y buscando. He de ser su próxima víctima, pero no sin antes haberle despellejado, aunque sea un trozo de su repulsivo cuerpo.