Quería verla una vez más, antes de partir a las extrañas tierras del norte; resguardada por una aristocracia severa y cruel, a la que fui prometido. Mi madre siempre me repetía desde pequeño que este era mi destino, pues el norte nos pertenecía y yo iba a ser el heredero que gobernara esta región, y que muchas veces debíamos hacer sacrificios para nuestra supervivencia, pues este era mi momento, uno no muy grato para mí.

Cuando me separé de Irene, las aves entonaron tristes melodías. Un frío fúnebre recorrió mi cuerpo hasta mis ojos, resolviendo en lágrimas aciagas. No pude sentir siquiera un vestigio del calor de sus manos, simplemente desapareció; como cuando despiertas de un sueño. En mi trayecto hacia mi nuevo hogar no dejaba de pensar en ella, en su lacio cabello castaño y suave que se extendía por todo el pastoral de flores del valle. En su sonrisa; la preferida del sol, y sus acompañantes salvajes que se dopaban ante su belleza inigualable.

Irene parecía un ser mágico proveniente del bosque, pues su sola presencia callaba a las ráfagas suaves del viento, y atraía al mismo tiempo, a los cantos de las aves que se escondían debajo de las copas de los árboles. Nunca me aburría de tal espectáculo que invocaba, siempre nos veíamos detrás de esa ladera; hallada entre árboles mansos y flores afables.

Pero el día en que se enteró de mi partida, su tristeza llegó hasta a mí y se fusionó con la mía, dejándome el doble de ensimismado y pálido que una persona que sufre de alguna cruel enfermedad. Nunca volví a mi hogar y tampoco volví a verla, ya solo se había convertido en un bello recuerdo de mis últimos años de adolescente.

Los castillos de la tierra del norte, eran hermosos pero grises. Sus semblantes daban un aspecto macabro cubierto por la nieve, y las puntas de sus torres hacían alusión a cumbres empinadas y diabólicas, donde una fatal proeza te esperaba si deseabas continuar.

Conocí finalmente a los Hammoth, la familia noble que cuidaba el norte. Por la expresión de sus rostros, no estaban muy contentos de recibirme, pero sus dolencias eran irrelevantes, pues ahora debían obedecerme como nuevo regente del norte. Conocí a mi futura consorte: Elia Hammoth, lo primero que noté fue su mirada fría y deprimente, más funesta que la mía, pues perfectamente exponía que no estaba tampoco contenta de verme como el resto de su familia.

Finalmente fui alojado en mi habitación, en la que pude refrescarme de ese viaje tan atareado y enclaustrarme en mis pensamientos sosegados. Observé a mi alrededor y todo era tan gris y suntuoso, y hubo un cuadro que me llamó la atención; uno que llevaba el retrato de un hombre triste con pincel en mano. Me quedé varios segundos observándolo, pero mis ojos estaban tan cansados que rápidamente caí en un letargo.

Como en una visión, comencé a soñar con el hombre del cuadro como si ya lo conociera. Era un gran artista, orgulloso de haber encontrado el amor en una mujer hermosa que decía amarlo, pero ella se cansó rápidamente de él, al darse cuenta que el artista amaba más su pasión que a ella. El día en que comenzó a elaborar este retrato, su esposa fue hallada en los brazos de otro hombre. La noticia fue tan terrible para él, que la tristeza derruyó su ser, pero su pasión no estaba muerta.

Decidió terminar el retrato, exponiendo la angustia que habitaba en su rostro, y luego de terminar su trabajo, tomó un arma punzante y se suicidó. La mujer que lo traicionó resultó ser la abuela de Elia, dando como resultado, que los Hammoth, son el fruto permanente de la perfidia.