Perdida, tenía la vista perdida en la incandescente luz emitida por una lámpara de aceite, su buen amigo Héctor se la había regalado un poco antes de que empezara a caer la noche. La llameante luz era una gota, una minuciosa gota, hiriendo lentamente la pesada oscuridad que penetraba dentro de la habitación, y seguramente todo fuera de ella también.

La estaba viendo fijamente desde hace un buen rato y aún no se daba cuenta de que estaba perdida, pensando, pensando en el padre y su mórbido cansancio que empezó a cargar desde hace unos años, en el hermano que transgrede con su ausencia el amor de la madre, la lejanía del sobrino con su inocente ternura; en ella, si, en ella porque estaba sola, y no es que no amara la soledad sino que cuando se está a solas, a oscuras y en silencio la soledad puede llegar a ser inquietante.

En ocasiones escuchaba sonidos bastante familiares, alguna brisa movía los árboles, alguna rama rosaba los bordes del techado, las cuerdas del tendedero chocaban entre sí, el perro tocia porque estaba enfermo; eran sonidos que aunque conocidos le hicieron cerrar la puerta de la habitación con llave en un intento por hacerse sentir segura en medio de aquella pávida situación. Todo ocurría mientras ella permanecía observando la estática llameante luz de la lámpara de aceite.

Recordó entonces que en las horas de luz ella había calentado té de cidrón, menta y hierba buena, tomándose dos tazas grandes con la intención de quedarse dormida apenas se fuera el día, pero ahí estaba, quien sabe a qué hora de la noche, siendo víctima de los efectos secundarios de la oscuridad y no del té de cidrón.