
Veloz iba cayendo la noche en aquel tiempo de incontrolables voces, de inauditas realidades y estupefactos raciocinios. Los pasos de los transeúntes eran cada vez más acelerados, dentro de poco iban a tener que tantear con las manos el lugar y adivinar con pasos inseguros su camino. La vista se les iba apagando a la par con la luz del día, los rostros ya irreconocibles se estaban tornando sombríos, la ciudad estaba entrando en penumbras.
Las calles envestidas por el silencio y la oscuridad, invitaban al reconocido desconocido, empuñando el desagravio morbo de amenazar a aquellos que desesperados avanzaban el paso para llegar a su refugio. El avistamiento de unos pocos despreocupados levantó la desconfianza que yacía impregnado en los recodos de cada cuadra, entonces, no hubo más opción que andar por el centro de las calles, volteando la mirada a cada lado posible de manera brusca y casi instantánea, aunque ya nada pudiera verse, salvo por alguna esporádica luz de un oportuno automóvil.
Se balanceaba el desacuerdo y la discordia entre los hablantes compulsivos, en sus intentos por entender la desaparición de la cordura y el orden vivencial ensamblado desde años atrás. Eran augurios insolentes, que reventando en el aire cayeron como rocío sobre los desdichados amantes de la esperanza.
Una mujer que iba balbuceando el ruego de su perdón, llevaba las manos atadas a su cadera y aunque intentara evitarlo pronto iba caer de rodillas en el pavimento, su ruego sería entonces un clamor a viva voz, sin miedo, sin pena, sin esperanza alguna de volver por donde ha venido; presa de la soledad y de su penetrante frío.
Así iba la vida, así iban los días en esta tierra de inconmensurables desprestigiados, dejándose ser una miserable apuesta en donde ganan solo los perversos, donde fingen victoria los crédulos y donde otros simplemente con sigilo van escapando del inclemente infortunio.
