Debía ser el año 1960, no lo tengo claro y ella tampoco. En ese entonces vivíamos en la planta baja de uno de los superbloques de Propatria, en Caracas. Todas las tardes, a eso de las 5 p. m., pasaban tocando las puertas y las ventanas. Esa era la señal para que todos nos recogiéramos. Al caer la noche estallaba la plomazón. Eran tiempo de guerrilla urbana y de insurrección contra el gobierno de Rómulo Betancourt.
Mi madre, mis hermano y yo nos encerrábamos en el baño, un espacio como de dos metros cuadrados, era el sitio más seguro del apartamento, allí nunca llegaban las balas. Esa rutina de pasar noches enteras escuchando el estruendo atronador de disparos de todos los calibres, colmó la paciencia de mamá. Le dijo a mi padre que tenía que sacarnos de allí, que ya ella no aguantaba más.
Mi padre se enteró que estaban invadiendo unos cerros por la carretera que iba de Caracas al Junquito, le comentó a mi madre. Ella en medio de su desesperación lo que quería era salir de Propatria, cualquier cosa era buena. Así que sin mucho preámbulo un buen día nos sumamos a los pioneros que iban a formar lo que sería luego el Barrio Niño Jesús, en el kilómetro cinco de la carretera del Junquito, en el Oeste de la Capital.
El barrio era otro mundo, era una especie de campo. Cuando llegamos había una sola calle de tierra y muy pocas casas. No había servicio de agua potable, ni luz eléctrica, ni tampoco donde desechar las aguas servidas. Todo estaba por hacerse.
Con los pocos ahorros que tenía mi padre logró comprar una pequeña estructura de bloques con techo de Zinc, allí nos acomodamos las cuatro personas de mi grupo familiar, mamá, papá, mi hermano y yo.
Desde el primer momento hubo mucha organización de los vecinos para resolver los problemas comunes. Con el trabajo voluntario se fueron resolviendo, a lo largo de los años, los problemas más importantes, entre ellos la creación de cloacas y la fabricación de escalinatas que permitieran el acceso a las casas que estaban esparcidas por toda la ladera del cerro.
En toda la vida que viví allí, más de quince años, nunca tuvimos servicio de agua por tubería. Toda el agua que se utilizaba era o de lluvia o de camiones cisternas.
Mi madre nos llevaba religiosamente a la escuela todas las tardes. Íbamos a una escuela que quedaba en las cercanías del Cuartel Urdaneta( en su lugar hoy están los talleres del Metro de Caracas), como a siete kilómetros de la casa, teníamos que tomar un autobús y caminar un buen trecho.
Mi madre nos dejaba, se regresaba al barrio y luego nos buscaba a eso de las 5, 30 p. m. Todos los días daba cuatro viajes, con tal de que no perdiéramos la escuela. Para ella nuestra educación era sagrada y siempre nos inculcó la importancia que tenía la buena preparación en la vida de las personas. Ella por su parte no logró superar el cuarto grado.
En la época de lluvia cada uno salía con un envase con agua. Las calles del barrio eran un lodazal. Para ir a la escuela nos arremangábamos los pantalones, metíamos los zapatos y las medias en una bolsa y nos íbamos caminando por el barrial. Al llegar a la parada del autobús, que era donde pasaba la carretera del Junquito, nos lavábamos los pies, nos poníamos las medias y los zapatos y seguíamos a la escuela. Esa rutina la conservamos hasta los tiempos del liceo, cuando por fin le echaron un asfalto a las calles.
Con el correr del tiempo mi padre fue mejorando la casa, al punto de que logró hacerla de platabanda.
Por el empeño sostenido de mi madre todos mis hermanos y yo pudimos estudiar. Todos alcanzamos el nivel universitario. Fuimos pocos en el barrio los que llegamos a ese nivel de estudio. Quizás los otros no tuvieron una madre tan decidida como la mía, porque la verdad es que todos teníamos casi las mismas condiciones económicas. Mi padre siempre fue un empleado del más bajo nivel en la escala burocrática de la administración pública.
Del barrio salí cuando tenía 21 años, cuando me gradué de profesor. Mis padres se quedaron viviendo allí un tiempo más.
Un fenómeno natural hizo que el barrio casi desapareciera totalmente. Un buen día comenzaron unos deslizamientos de tierra. Se desplazaban completamente calles, casas, postes de luz y todo lo que se había logrado construir a lo largo de más de quince años.
Los deslizamientos llegaron hasta el borde de nuestro patio.
Para ese entonces ya yo vivía en Maracay y estaba en condiciones de poder ayudar con la economía familiar. Le propuse a mi madre que probara suerte aquí en esta ciudad. A ella le pareció bien, se estableció durante unos años, pero luego un día me comunicó que se iba a Barquisimeto. Allí reside actualmente.
Cuando la llamé por teléfono para decirle que me confirmara algunos datos sobre una historia que estaba escribiendo para un concurso, me dijo: ¡Cuidado con lo que vas a poner, ve a ver qué vas a decir de mí! Tranquila, le dije. Solo voy a decir la verdad, le respondí: Que eres una mujer que nunca le ha tenido miedo a la vida.
Gracias por su tiempo.
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