Reencuentro
—¡Me voy a poner negra si no pasa pronto un autobús!—digo en voz alta, demasiado cansada para caminar a casa.
Veo a la gente correr hacia la unidad que se aproxima; se lanzan a la calle para obligarla a detenerse, pero los esquiva y se para mucho más adelante para dejar a un par de personas. Corro hasta allí y logro subir en el ultimo segundo ya cuando arranca. Me falta el aire pero ya voy a casa.
Suena un vallenato de los viejos, de esos que a muchos les da pena admitir que se saben. Creo que es un requisito para manejar un autobús en esta ruta. Me da un poco de risa imaginarme un coordinador en la ruta, repartiendo CD's de vallenatos a todos los conductores.
Levanto la vista al final del autobús y nuestras miradas se encuentran. Diez personas nos separan pero sé que me reconoció, lo vi en sus ojos y en esa media sonrisa que refrescó su cansado rostro. No dijimos nada ¿qué podíamos decirnos? Quince años es mucho tiempo y aun más porque la última vez que nos vimos eramos solo niños.
—¡Señora! ¡Si, la de la gorra verde! ¡eche pa'llá que ahí caben más!—dijo el colector con el fastidio de quien repite lo mismo cien veces al día, mientras la gente murmuraba quejas por el calor y el hacinamiento. Y continuó diciendo—: ¡Señora, colabore! Todos se quieren ir.— El colector ya estaba perdiendo la paciencia.
Me olvidé del ruido del bus y seguí observando, a mi viejo amigo, con curiosidad. Se ve delgado y mucho más alto que cuando íbamos en el liceo. Me pregunto si habrá estudiado ingeniería como quería, si se habrá casado, si tendrá hijos. Me pregunto si sus hermanos se habrán ido del país, si su mamá seguirá preparando esos panes tan ricos... Pero no le digo nada; no sé cómo empezar, no quiero caer en la típica conversación de: "todo está muy duro, todo está muy caro, hay que irse de esta vaina". Él tampoco dice nada, pero me sigue mirando de a ratos.
—¡Pasaje en mano!—grita la voz del colector mientras se apretuja, entre los que vamos de pie, para ir cobrando y añade—: ¡Ojo! No quiero billetes de los viejos.—Lo dice mientras mira a un señor mayor que cuenta billetes del viejo cono monetario, que aun están en circulación, pero que ya nadie quiere.
Comienza otra vez el barullo, las quejas, las voces gritando: "eso es un abuso", "esa moneda está vigente", "hay que denunciar" y mil cosas más. Se quejan de la corrupción, de los precios y del servicio. El colector los ignora y yo también; estoy harta de escuchar las quejas vacías de esos que se ensañan con el autobusero en vez de ir a reclamar al alcalde o al gobernador por el estado de la ciudad. Pago mi pasaje. Se acerca mi parada.
—¡Parada por favor!—grito para hacerme escuchar sobre la música y las quejas; pero el chofer me ignora y me deja en la siguiente cuadra. No tengo ganas de pelear, de ser una más de las voces tormentosas en ese autobús.
Busco su mirada para despedirme, le sonrió y le hago un gesto con la mano; él me responde con una sonrisa y me bajo del bus aun sonriendo. Somos dos extraños que creen que se conocen.
La fotografía es de mi autoría.
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