Noche estrellada

La noche era perfecta para navegar, algo fresca pero no tanto como cabría esperar para esa época del año y lo tan al norte que se encontraba la ruta que el portentoso barco recorría en esos momentos.




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El segundo oficial Charles Lightoller se encontraba en el puente de mando cumpliendo su guardia, la conversación con los demás oficiales se había tornado aburrida y monótona, quedaban pocos minutos para que lo relevaran y para despejarse un poco salió un momento a cubierta.

La noche se presentaba absolutamente estrellada y esa condición se acentuada aún más, si ello era posible, por la ausencia de la luna; el espectáculo único se le presenta tan maravilloso que creía no haber visto nunca antes un cielo así, pese a sus casi 20 años de marino.

Reconoció la constelación de la Cruz del Norte y más allá Lacerta por su forma de lagarto, creyó además adivinar las formas de Andrómeda y Cassiopeia. Sonrió al notar que las clases de astronomía recibidas comenzaban a dar sus frutos; con esfuerzo y paciencia podría reconocer varias más pero se entretuvo en la magnificencia de la bóveda celeste y olvidó el resto.

El tiempo pasó rápido, como quería, fue llamado desde la cabina por el primer oficial William Murdoch para ser sustituido, luego del protocolo de intercambio de novedades de la guardia, se dio por terminada la suya sin novedades de importancia; se retiró a su camarote pensando en las estrellas y eso le animó a repasar algo de sus apuntes de astronomía pero el sueño lo venció rápidamente.

Se despertó al sentir la colisión, se vistió raudamente y se dirigió al puente de mando; un par de horas después cuando la gravedad de la situación era indisimulable se colocó frente a los botes salvavidas para evitar que los hombres los asaltaran, la orden era “mujeres y niños primero”.

Cuando cayó al agua y no ver botes en los alrededores reunión a todos los que estaban flotando junto a él y los instruyó en las técnicas necesarias para sobrevivir hasta que fueran rescatados. El frío era el principal enemigo y muchos sucumbieron.

Mientras sus fuerzas lo abandonaban toda su vida pasó delante suyo como si fuera espectador de una película que lo tenía por protagonista: sus primero jóvenes años como marino y su ascenso a oficial con tan solo 21 años de edad, luego esa alocada idea de ser buscador de oro en Norteamérica, el fracaso rotundo, el hambre y la vergonzosa etapa como mendigo para luego y de manera milagrosa recomponerse y trabajar de cualquier cosa para juntar dinero para retornar a Inglaterra y a su profesión.

Y aquí estaba ahora, como segundo oficial de un enorme barco al que algunos llamaron “inhundible” hundiéndose irremediablemente.

Antes de caer en la inconsciencia recordó un cortísimo poema de Sófocles: “Para los hombres, nada dura: ni la noche estrellada, ni las desgracias, ni la riqueza; todo esto de pronto un día ha huido”.

Se despertó a bordo de un pequeño buque, alguien lo había cubierto con un par de gruesas frazadas y aún así estaba aterido de frío, pero había sobrevivido.

Miró al cielo buscando las estrellas pero no las vio, la luz del alba y densos nubarrones las habían ocultado.


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Héctor Gugliermo

@hosgug

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