Todavía recuerdo la canción de cuna que cantaba mi madre para mí —siempre la detesté —, era como un diabólico sonido que despertaba en mí pensamientos que fui comprendiendo con el pasar del tiempo. Existen fines que nos motivan a realizar cosas, algunos comprensibles para la mayoría, otros no tanto; pues atentan contra las leyes de la moral y su espléndido manejo del mundo.

Yo soy una variante —como dirían algunos —, que amenaza la perfecta tranquilidad de un mundo ideal. Soy el desperfecto estimulado por cientos de elementos que moldearon mi vida, haciéndole creer a la sociedad que todo estaba bien desde mi núcleo. Mis padres eran figuras cariñosas, pero sé que me detestaban. Sabía desde mi corta edad que no era deseado al mundo, por lo tanto, intenté desde pequeño forjar mis propias reglas; mi propio mundo.

Mis padres fueron un medio, pero no podían darme lo que necesitaba. Solía soñar con animales descuartizados a mi alrededor, cada uno de ellos con las entrañas desparramadas en un suelo pedregoso, y en mis manos se encontraban armas afiladas y sangrantes, con trozos de carne pegados en sus filos.

Nunca tuve miedo de esos sueños, al contrario, me parecían muy curiosos, hasta que un día, alimenté dicha intriga torturando a un perro callejero que se había roto la pata frente a la casa. Lo hice en la cochera, tuve que limpiar la sangre hasta con lejía para que mis padres no lo notaran. Subí a mi cuarto e hice que como si estuviera haciendo mis tareas.

No pude olvidar esa sensación, y a medida que iba creciendo, lo hacía con cada vez más animales que se topaban en mi camino. Los sesgaba, mutilaba y abría desde su parte baja hasta su cuello; era como un festín de placeres que se fueron coronando en mi cabeza.

A los veintidós años, lastimé a mi primera víctima humana; era un ex compañero de la secundaria que no había visto desde hace un tiempo. No le causé daño directamente —aunque me hubiera encantado hacerlo —, sino que permití que alguien más lo hiciera por mí.

Siempre detesté a ese sujeto. No sé porque accedí estar en aquella reunión en el hospital con los demás compañeros de secundaria para estar con él. Lo miraban con lastima, pero yo no lo soportaba. Vislumbré las ampollas que una enfermera debía darle cada cierta hora del día. Reemplacé una de ellas con otra que contenía agua con sal discretamente mientras los demás estaban distraídos, la enfermera llegó y tomó la dosis preparada, la cual inyectó con éxito en las venas de ese imbécil.

Lamentablemente no pude ver como prosiguió todo, pero estoy seguro que las consecuencias no fueron favorables. A los veintiséis conocí a la persona que pensé que sería el amor de mi vida, pero nada fue como yo esperaba. Después de cumplir seis meses de novios nos fuimos a vivir juntos, pero al pasar el tiempo me fui aburriendo de ella y las cosas comenzaron a dar un rumbo regresivo.

Los demonios comenzaron a emerger nuevamente y tuve que desahogarme con la persona que tenía a mi lado. Le preparé una tarde un rico almuerzo con cianuro en la ensalada, ella gustosa lo consumió mientras yo como un pervertido veía como se la comía toda. Empezó a toser y a desfallecer rápidamente hasta que se tiró al suelo y dejó de respirar.

No hice nada para recoger su cadáver, solo me quedé a su lado mientras cogía el teléfono y llamaba a la policía. La miré fijamente recordando la horrenda canción de cuna de mi madre, la cual tarareaba cuando era un niño. No dejaba de sonar en mi cabeza, incluso después de que la policía llegó. Me llevaron a una comisaría esposado para esperar mi juicio.

Pasaron días y todavía puedo escuchar los tarareos. El mundo es trivial a mi alrededor; tan insignificante, todo lo que pasa y pasará en mi entorno es solo una ventana, mientras escuche la canción en mi cabeza.