Corría el año 1948 y la hermosa Domitila florecía en sus 18 primaveras. Hija menor de una familia adinerada, acostumbrada al lujo, a las atenciones y también a las restricciones de ser ella misma.

Amaba andar descalza y correr sobre la hierba, pero por reglas de etiqueta debía usar ropa de encajes y zapatos de tacón. Era una prisionera de sus padres que siempre estaban detrás de ella regañándola por su forma de hablar, de caminar, de sentarse y de reír.

La muchacha estaba cansada de esto. Sentía que su cara siempre lucía una máscara de porcelana, mientras que en su interior bailaba sin zapatos por todo el salón.

El Padre de Domitila daría un baile en el patio de su casona. Estaba toda la alta sociedad invitada y un banquete estaba preparado.

Durante esa semana, de lo único que se hablaba en la placita del mercado, en la bodega y en la panadería, era referente al baile. Parecía que todas en la ciudad estaban emocionados por este encuentro. Todos menos Domitila, pues ella sabía que el capitán de la guardia costera pediría su mano en matrimonio y su padre le daría su bendición. Significaba que Domitila saldría de una prisión para entrar a un calabozo del que jamás podría salir.

Mientras las doncellas planchaban sus encajes y pulían sus zapatillas, Domitila pintaba lienzos a escondidas bajo su cama para que nadie se enterara en casa, ya que era otra de las prohibiciones de su padre.

Una tarde mágica, cuando los rayos del sol morían en el horizonte y los cocuyos alumbraban como pequeñas estrellas la hierba del patio. Domitila, que se encontraba paseando alrededor de la fuente, divisó a un joven en una bicicleta oxidada y vieja. Traía una cesta en la parte de enfrente llena de tomates verdes y unas botellas que sonaban al estrellarse unas con otras.

Los jóvenes cruzaron miradas. Ella tenía una sonrisa preciosa que iluminaba el espacio en cuestión de minutos. El muchacho se quedó hipnotizado y se le ocurrió ofrecerle los tomates, más que vender él quería sacar una conversación con aquella bella muchacha.

Domitila esquivó la mirada del joven, era coqueta y juguetona, así que decidió alejarse un poco para no parecer interesada.

El joven le pareció gracioso que ella, en esa casa tan grande y bonita, se encontrara paseando sin zapatos en el jardín.

Hablaron un rato, de los tomates verdes, de las botellas con puré de tomate, el mejor de la región que preparaba la abuela del joven para ayudarse con los gastos, él era muy pobre y en su casa las carencias y necesidades estaban a la orden del día.

Domitila no podía dejar de ver los preciosos ojos verdes de aquel muchacho guapo y gracioso que se acercaba a su patio. Se sintió perdida en esa mirada profunda.

Un grito de la hermana mayor de Domitila interrumpió la conversación de aquellos traviesos jóvenes. La muchacha corrió sin despedirse mientras el joven le gritó que al día siguiente estaría en ese lugar a la misma hora. Ella volteó, le sonrió y desapareció en la oscuridad de la tarde.

No lo sabían aquellos jóvenes, pero ese día, esa tarde mágica, había nacido el amor más grande y profundo del universo. Esa noche, ambos la pasarían en vela. Ella soñando con esa hermosa mirada y él dibujando la preciosa sonrisa que le robaría todos los pensamientos de ahora en adelante.