En mi niñez poco comprendía sobre los usos y diferentes formas de las copas, y a qué ocasiones estas o aquellas iban dirigidas. Sin embargo, ellas siempre eran fieles invitadas en todos los eventos familiares, tan festivas como la canción de cumpleaños o los abuelos bailando un merengue.
Más allá de lo que se servía en ellas, su canto alegre permitido por el fino cristal a la hora del brindis o al momento de un caluroso "¡salud!" al chocar dos copas, sólo me hacía pensar que su lugar era entre las calurosas manos familiares. Sin importar el motivo de la reunión, una graduación, quizás el fin de año, las copas, sus sonidos y las pequeñas gotas que dejaban caer al mantel, se hicieron parte de lo que ante mis ojos eran nuestros propios vínculos familiares.
Sin embargo, el tiempo me ha permitido darme cuenta de que estos vasos (visto como un recipiente en el que se sirven líquidos) cuentan con una versatilidad muy propia y muy genuina. Compañía en tiempos de desolación para algunos; sinónimo del dios mitológico Dionisio y festejo entorno al vino, para otros. Con el tiempo he reafirmado que sí, es una vaso particular, pues además de tener un canto propio en momentos de alegría y compañía, la copa acompaña fielmente a algunos en momentos de paz o tristeza; muchos se regocijan en conservarlas a la vista, y otros, como yo, en verlas en las manos de sus seres más queridos.
Espero que el polvo que las envuelve en la cotidianidad de mi hogar, las haga cantar con mucha más fuerza en el futuro.
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